Durante siglos, el imaginario popular ha concebido la existencia de unas criaturillas maliciosas y escurridizas, asociadas a lo oscuro y demoníaco, que remiten al mismo tiempo a los dioses de las mitologías antiguas de Europa, tales como la nórdica, la irlandesa o la escocesa. Estos seres, conocidos como duendes (duen de casa, dueño de casa), son considerados criaturas con rasgos humanoides de pequeña estatura y otras características que varían según el folclor popular, pero generalmente son representados con orejas puntiagudas y de color de piel verde o tal vez roja o, según versiones, negra. En lo que coinciden todas las descripciones es en afirmar su carácter maléfico, cambiando de sitio los objetos en la casa o lugar del que se "adueñan", provocando semi-apariciones y ruidos extraños o rozando de forma imprevista con sus largas uñas a las personas que habiten allí.
El caso en cuestión, a continuación, ocurrió en la ciudad costera de Riohacha, en Colombia. Hay testimonios reales de personas que experimentaron en carne propia un fatídico encuentro con uno de estos seres, y aunque no sean considerados lo suficientemente peligrosos, sí que han logrado provocar grandes sustos e incertidumbres entre la gente que ya ha oído de sus avistamientos; y la realidad se torna aquí mucho más oscura que la fantasía al saber que la aparición de este duende no acaeció en una casa de familia o en algún paraje solitario alejado de la ciudad sino en un sitio público al que constantemente confluyen muchas personas cada día, pero que en ciertos horarios es poco concurrido: la sala de cine número 3 de uno de los centros comerciales más reconocidos de la ciudad.
Corría el mes de noviembre de 2013 y ya se empezaba a respirar en la acogedora y tropical Riohacha, la "brisa decembrina" siempre esperada por los lugareños. Para Lucía* había sido siempre muy complicada la interacción social. Chica tímida de 21 años, con exceso de trabajo incluso en fines de semana, sin tiempo suficiente para compartir eventuales salidas con los poquísimos amigos que tenía, cuyo número se podía contar con los dedos de una mano. De personalidad retraída y fantasiosa, Lucía amaba las artes, pues éstas le permitían saborear algo del placer que su visión casi siempre pesimista de la vida y el mundo no le permitía conocer. El cine era lo que más amaba y, por eso, el escaso tiempo del que disponía entre el ajetreo de su trabajo y sus simultáneos estudios universitarios, lo gastaba en disfrutar de una buena función, mucho mejor si iba sin compañía pues podía así poner a volar su imaginación sin miramientos con cada escena.
Como siempre, entró triunfal a la sala 3 y se dirigió al sillón correspondiente. Como era de esperarse, nadie más estaba allí y ella así lo había deseado, pues compró entradas para un horario de lunes en la última función nocturna a la que era muy improbable la asistencia de más personas, mucho más teniendo en cuenta que esa película estaba hace mucho tiempo ya disponible en cartelera. Lucía se arrellanó en su asiento, cerró los ojos con aire triunfal y esperó la proyección... Cinco, diez, veinte minutos. Nada se oía. 25 minutos de tardanza. Estaba realmente enojada y cuando se disponía a levantarse de su silla para hacer el correspondiente reclamo, no pudo evitar sentir las pisadas de alguien que pasaba exactamente por la fila de atrás. Sin pensarlo dos veces, volvió la mirada hacia los asientos traseros vacíos. Nadie ni nada más que la penumbra. Recordó el asunto del retraso de su función y salió disparada a la salida de la sala, pero nuevamente el ruido de los pasos la hizo frenar en seco. Una sensación de frío recorrió su nuca al ver que de la primera fila de sillas por debajo de un asiento descollaba una pequeña carita de... ¿Un niño? ¿Un gato enorme?... Lucía cerró los ojos; sabía que al abrirlos iba a descubrir que en realidad allí no estaba nadie aparte de ella. Y así sucedió. Más tranquila, reconfortándose a sí misma, decidió esperar sentada un poco más; un retraso técnico de la proyección, después de todo, no iba a echar a perder su noche de cine y lo que acababa de ver no era más que una sombra. Sí, estaba segura. Volvió a cerrar los ojos y al momento experimentó el mayor terror de su vida: una a una, todas las sillas empezaron a retorcerse y a crujir como si estuviesen siendo sacudidas por poderosos brazos. Lucía no pudo ver a nadie haciéndolo, sólo le llegaban en la distancia unas agudísimas y penetrantes carcajadas, parecidas a los ladridos de un cachorro. Sacando valor de donde no tenía, corrió y logró alcanzar la puerta de entrada a la sala. Para su sorpresa, todas las luces en el lobby habían sido apagadas. Lucía sacó su teléfono celular y comprobó con gran horror que eran las 2:00 am y que, en ese caso, su película había sido rodada hacía más de tres horas. Ningún ser humano deambulaba por allí. El centro comercial ya había sido cerrado y al sentir que un hombrecillo se acercaba por detrás dando saltitos como de satisfacción, Lucía continuó con su carrera, tropezó brutalmente unos muebles del pasillo y al fin pudo tomar algo de aliento para pedir auxilio. Cada segundo sobrecogedor se le antojaba como una hora entera y la figura cada vez más se aproximaba. Al instante, una puerta se abrió y la voz del guardia de seguridad hizo eco en el oscuro lobby.
- ¿Quién está ahí? ¡Las manos arriba o disparo!
Lucía recobró el sentido entre paredes blancas, con enfermeras pulcramente vestidas que la asistían y un diagnóstico de Trastorno de estrés postraumático aún no totalmente confirmado por un equipo médico. Y, por supuesto, nunca nadie creyó su narración de los sucesos de aquella noche y la tomaron como una chica desequilibrada que se había escondido después de la última función de la sala número 3. Por otro lado, ella aún no ha podido explicarse a sí misma el vacío espacio-temporal de 4 horas en las que estuvo dentro de la sala de cine con una indeseable compañía.
A pocos dio a conocer su experiencia, pero por otros avistamientos de menor o mayor intensidad vividos por personas cercanas a quien escribe estas líneas, han crecido los rumores de lo que puede ocurrir si estás solo o con pocos acompañantes en la sala 3 de ese mismo centro comercial; no necesariamente en la última función pues ya hay comentarios de frecuentes visitantes de esta sala, incluidos algunos escépticos, que han salido de allí con la ropa manchada de tinta o pedazos de ella arrancados y en ocasiones bastante peculiares se han sentido en medio de las filas de asientos, pasos rápidos como de niño, que circulan cerca de las desprevenidas piernas de aquellos que sólo fueron a disfrutar de una película.
*Nota: Los nombres en este relato fueron cambiados para proteger la privacidad de los involucrados.