miércoles, 31 de octubre de 2012

viernes, 26 de octubre de 2012

Peg Powler


Peg Powler es una criatura del folklore inglés parecida a una bruja, con la piel verde, el pelo largo y los dientes afilados. Se dice que vive en el río Tees, en Durham, en la parte norte de Inglaterra. Cuando alguien solitario se acerca demasiado al borde del agua, especialmente si se trata de niños traviesos, ella les agarra los tobillos y los ahoga en el río.

Se dice que la palabra Peg o Peggy está relacionada con la palabra griega pegae, un duende o ninfa del agua. Peg es, por lo tanto, una deidad pagana.
Este personaje, una especie de espíritu del agua, es común en el folklore inglés. Cuentan, que a veces, sale de su río y se pasea por otros de los alrededores, y si es así, se sabe de su presencia, porque las aguas presentan una espuma verdosa, por lo que hay que alejarse de dicho río.

Hay quien dice que está emparentada con Jenny Dientes Verdes y Grindylows, incluso se dice que es la misma criatura.
Cuando vayas a Inglaterra ten cuidado con los lagos de color verde... ;) 


jueves, 4 de octubre de 2012

El saxofonista en las vías (Cuento)


El saxofón hacía las veces de zapatos viejos, que apilados en un rincón, medio rotos y sucios, se encargan de la laboriosa tarea de acumular tanto polvo como les sea posible. El saxofón no era viejo, ni estaba medio roto; no era, de hecho, adjetivable. Era dorado, con ese brillo que sólo las cosas capaces de crear belleza más allá de los ojos tienen. Estaba en una esquina, tumbado, viendo cómo la música se le iba, siendo un par de zapatos viejos; improvisando, que es lo que mejor hacen los saxofones. Tenía una pequeña marca, una especie de muesca entre la primera y la tercera llave que Octavio siempre decía que se debía a una vez que la policía había intentado quitárselo por tocar borracho, la reacción a esta explicación solía ser siempre la misma: "¿Por tocar borracho?", a lo que él contesta: "No te haces idea de lo mal que toco cuando he bebido"

Pero esos eran otros tiempos; ahora el latón estaba más desnudo que nunca, y siquiera era adjetivable. Octavio era un gran músico, o, al menos, un gran saxofonista -"los grandes saxofonistas han de ser grandes músicos a la fuerza, ¡no hablamos del piano", dice él-. En 1995 se mudó a Madrid, a un piso en pleno centro. Los suelos eran de madera vieja, oscura; de las que respiran. De madera eran también las puertas, las mesas... "¡Bienvenidos a la casa de madera y latón, señores y señoras!", dijo el día que la inauguró. 

- No te será difícil arder aquí -bromeó uno de sus invitados-
- Bueno, ¡mejor aquí que en el infierno! -respondió Octavio-


Tenía un humor muy fino, un aire entre despistado y altivo que le procuraba, por un lado, éxito con las mujeres, y por el otro, que los hombres lo viesen como alguien inofensivo, carente del aplomo o la valentía necesarios para suponer una amenaza. No era, en efecto, una amenaza, pero dicen que no hay músico cobarde, y Octavio era, probablemente, el mejor saxofonista de Madrid por aquella época. 

Luego todo se volvió oscuro; su vida, sus proyectos e inspiración comenzaron a tomar el color de la madera, ese estado de ánimo apático del que sabe que puede arder en cualquier momento; cada vez tocaba menos, y cuando lo hacía, no lo disfrutaba como antes. Si le preguntásemos a él ahora mismo el por qué, es probable que respondiese: "me cansé", o "simplemente me vine a menos", pero la realidad tiene más de curiosa que un simple "se cansó".

En 1997 coincidimos en una de estas fiestas en las que todo el mundo sabe quién es el anfitrión, pero sólo de oídas; nadie le conoce. Yo ya conocía a Octavio, le había visto actuar en varios cafés y salas de conciertos de la capital, aunque él no me conocía a mi; la última vez había sido ese mismo año y noté algo en su manera de tocar que me hizo sospechar que algo no andaba bien; una falta de brillo que no podría explicar. Aquella noche me presenté e intenté abordar el tema, pero se mostraba evasivo, y como había bebido bastante y yo había oido lo que decían de Octavio ebrio, preferí dejarlo pasar. Le dejé mi número, dije que era escritor y que me gustaría escribir sobre él, no entré en detalles. En ese momento me sentí como una colegiala que se encuentra con su ídolo y no sabe qué decir o cómo actuar, y lo primero que hace es enrojecer, y lo segundo echar a reír nerviosamente. 

Ahí quedó la cosa. Sería Febrero del noventa y siete. Casi había olvidado por completo el asunto, hasta que en verano -lo recuerdo porque me pilló en la playa- me llamó. Quería que hablásemos; no entró en detalles. Concertamos una cita para la semana siguiente y nos vimos en un renombrado café madrileño. Él llevaba una gabardina pálida y zapatos raídos; se había dejado crecer el pelo -todo lo que crece en unos cuantos meses- y estaba sin afeitar. Ese era su aire despistado, que parecía haberse transformado en despiste, o dejadez. 

Me estaba esperando sentado en una terraza, bebiendo un gintonic. Lo primero que hizo fue pedir que me sentase; acto seguido me miró fijamente a los ojos -noté que me volvía a ruborizar, era otra vez esa colegiala nerviosa que no sabe por dónde escapar- y me preguntó:

- Tú ¿por qué quieres escribir sobre mi?

Me temblaban las piernas; Octavio no era una persona que impusiese, más bien al contrario, tenía pinta de ser una de esas personas a las que puedes hablar de tú a tú, pero yo conocía su carrera; había seguido su música durante años y había estado en varios de sus conciertos. Para mi Octavio no era el hombre de aspecto desheredado que no se dignaba a comprar unos zapatos nuevos que tenía frente a mi; era el gigante que entornaba los ojos mientras sostenía un enorme símbolo dorado, que era capaz de dejar muda a una sala con mil, dos mil o tres mil personas; era un jazzista, un hacedor; un genio. En aquellos días no se veían muchos genios -o yo no tuve el placer-, y estar sentado frente a uno, que preguntaba por qué quería yo escribir sobre él; eso era demasiado.

Lo pensé. No el por qué, sino más bien un histérico: "me está preguntando que por qué quiero escribir sobre él", su mirada me urgía a responder, así que me envalentoné, me quité la falda de colegiala y dije, todo lo sereno y confiado que pude sonar:

- Porque soy escritor

Él estalló en carcajadas. Tenía una risa graciosa, de las que se contagian. Reía alto, además. 

- Bueno -dijo- en ese caso... te voy a contar.

"Te voy a contar" fue un peso que soltó; un "prepárate, toma nota, quédate con lo que voy a decir, porque lo voy a decir sólo una vez, y quizá esta sea la oportunidad de tu vida"

Abrí todo lo que pude las entendederas. Pedí un café, envidiando su copa, pero queriendo estar despierto. 

- Lo voy a dejar -hizo una pausa para analizar mi gesto de terror y prosiguió- tengo que dejarlo.

Ese "tengo" era realmente un imperativo.

- ¿Conoces la historia del saxofonista de las vías? -me preguntó-

- No, ¿debería? 

- Todo el mundo debería. Te la voy a contar, para que sepas por qué lo dejo, y una vez te lo haya contado, me voy a ir. No me vas a llamar. Publicarás esto donde y cuando quieras, pero no te voy a dar nada más. Toma nota, si quieres.

- ¿Te importa si lo grabo? -tenía la mano en el bolsillo del abrigo, dispuesto a sacar mi grabadora-

- No -saqué la mano del bolsillo- no me importa -la volví a meter y saqué una Philips de minicassette-

Esto es lo que he podido recuperar de la grabación; algunas frases las he omitido por ser ininteligibles a causa del ruido ambiente, pero la historia está aquí en su mayor parte. Efectivamente, cuando acabó de contarla dio el último trago al gintonic y se marchó, dejándome la cuenta. Transcribo, incluyendo algunas cosas para darle más vivacidad al relato:

(Comienza, su voz cambia; se llena de algo que identifico como admiración)

John Houston nació en París, o en Alabama. La verdad es que no lo recuerdo, pero no es importante. Empezó a tocar el saxofón siendo bastante joven; antes no era como ahora, los padres no apuntaban a sus hijos a clases de música; la música estaba bastante mal vista, de hecho, todo lo que no fuese clásica, claro, y más aún el jazz. Era el tiempo de las big bands, del bebop; Gillespie, Charlie Parker, Wardell Gray, Dexter Gordon, Art Blakey... en fin, toda esa gente. A John le apasionaba la forma en que tocaba Parker. Era como para impresionarse. Quiso ser como él, así que aprendió a tocar el saxo y se convirtió en alguien que también era impresionante. No sé si a la altura de Parker, la verdad; quizá fuese decir mucho, palabras mayores, ¿sabes?, pero joder, sí que era bueno el condenado. 

Bueno, John acabó en Madrid. Sí, aquí, en Madrid. Aquí estaban Franco, Marisol... allí tenían a Monroe, a Elvis... la verdad es que no sé por qué se vino. Serían los cincuenta, o los sesenta, por ahí. El tío era bueno de verdad. Ahora le preguntas a cualquiera su nombre y nadie tiene ni pajolera idea de quién es, pero los que saben... En fin. John tenía dos pasiones; la música y la madera. Extraño, ¿no? Sí, dicho así suena raro. Cogió un piso en Madrid que era todo de madera, o bueno, casi todo. Él se lo podía permitir. Sus padres habían hecho dinero allí; no le faltaban monedas. Yo cogí ese piso cuando me vine aquí, sabiendo que era suyo. Respirar lo que él a diario, cada mañana, cada noche... qué grande, ¿verdad? 

(Aquí hay una larga pausa en la que Octavio pide otro gintonic, se le oye hablar con una chica que le pide fuego, responde que no fuma pero que siempre lleva un mechero para las chicas bonitas, me dice: "tantas chicas bonitas, ¿eh?", no respondo, vuelve al relato)

Como te iba diciendo... John cogió un piso en Madrid. No era buena época para vivir en España, menos para un músico, al menos por lo que a mi respecta, pero él se vino, qué se le va a hacer. Hará unos... ¿diez, doce años? John dejó su saxofón justo donde he dejado yo el mío; en una esquina del salón. Dejó de tocar, sin más. Le apasionaba el saxo, era todo a lo que había dedicado su vida, y ya te digo, era bueno. Pero dejó de tocar. Su pasión era tal, según dicen, que cuando tocaba temía volverse loco. Dejó un diario a su muerte, quizá te interese buscarlo, no sé dónde puede estar. En el diario decía algo curioso, si mal no recuerdo. Decía que le gustaba mucho leer; a Miller y toda esa gente, y que cada página tenía entre la tinta de las palabras dibujos; creo que lo he dicho casi literalmente. Es decir, él veía dibujos conformados por las letras, ¿y sabes que veía? Vamos, ¡adivina! ¡Veía un saxofón! Es increíble. 

Dejó de tocar por miedo a volverse loco. 

(Breve pausa, murmullos)

Por entonces... por entonces aún había trenes de vapor. John comenzó a ir todos los días desde Alonso Martinez a la estación de Príncipe Pío. Caminaba, bajaba a las vías y se dedicaba a recolectar tornillos del tren. Grandes tornillos metálicos, decenas de ellos a diario. Lo hacía día tras día, hasta caer la noche. Iba de vía en vía, tratando de encontrar tornillos. ¿Que por qué? Bueno, aquí viene la parte buena; según dicen, John pasó más de tres años recolectando tornillos y almacenándolos en su casa, junto a su saxo para poder tocarlo y, de volverse loco; en caso de perder un tornillo, tener de repuesto. Por eso le dieron el nombre de "el saxofonista de las vías".

No sé qué hay de cierto en todo esto. Si te interesa deberías conseguir ese diario. La verdad es que yo aún no he encontrado ninguno de sus tornillos en el piso, pero eso no quiere decir nada. Tal vez los necesitó todos.

Fuente: http://lasendadelsherpa.blogspot.com